Es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.
La principal dificultad que plantea la noción de “Estado fallido” es su ambigüedad. El hecho de que no existe una definición universalmente aceptada del término redunda en su inutilidad descriptiva. Dada la profusión de definiciones pergeñadas por la academia, resulta obvio el problema que entraña el hecho de que quienes imponen esta etiqueta a los países no están de acuerdo sobre su contenido.
Robert Rotberg, el autor que más se ha esforzado por elaborar un marco analítico preciso de los parámetros a tomar en cuenta para medir la debilidad estatal, menciona dentro de los indicadores que caracterizan un Estado fallido (que él define ampliamente como “un Estado en anarquía”) variables tan diversas como: guerras civiles caracterizadas por una violencia que perdura, falta de armonía entre las comunidades, pérdida del control de regiones periféricas ocupadas por grupos al margen de la ley, crecimiento de la violencia criminal, instituciones defectuosas, deterioro o destrucción de la infraestructura, sistemas educativo, médico y social informalmente privatizados, corrupción rampante, declive del PIB, aumento de la inflación y pérdida de legitimidad.
Ni hablar de la metodología aplicada por el Fondo para la Paz y la revista Foreign Policy para elaborar anualmente el “Índice Global de Estados Fallidos”, que aglomera 41 distintos indicadores sociales, económicos y políticos del fracaso estatal, agrupados en 12 categorías, a saber: presiones demográficas, movimiento masivo de refugiados o desplazados internos por la violencia, historia de grupos ofendidos por injusticias recientes o pasadas, fuga de capital humano crónica y sostenida, declive económico, desarrollo económico desigual, criminalización y deslegitimación del Estado, deterioro progresivo de los servicios públicos, violación de los derechos humanos, operación del aparato de seguridad como un “Estado dentro del Estado”, exclusión política institucionalizada e intervención externa.
Resulta difícil entender cómo una categoría que engloba indicadores tan diversos puede aplicarse simultáneamente para describir países con problemas tan diferentes como Colombia, Costa de Marfil, Irak, Corea del Norte e Indonesia, que fueron incluidos en la lista de Estados en vías de fracaso (failing states) elaborada por Rotberg en 2003.
Debido a la plétora de conceptualizaciones sobre el Estado fallido, subsiste la discusión en torno a los componentes esenciales del fracaso estatal y cuáles de sus indicadores deben tener un peso superior al momento de medirlo. Por esta razón, el acuerdo entre todas las definiciones disponibles hoy permite identificar apenas un “núcleo duro” mínimo weberiano del concepto, compuesto por dos elementos: la pérdida del control del territorio y del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Una opción, por lo demás, en perfecta correspondencia con la presión internacional para fortalecer el ámbito de seguridad y defensa, las dos prioridades de la Guerra contra el terrorismo.
No obstante, esta definición estrecha centrada en el control del territorio y el monopolio de la violencia, plantea tres problemas. El primero es que resulta imposible de medir: ¿cómo saber cuándo un Estado en situación de disputa interna por su territorio lo controla en su totalidad, o qué partes de él? No existe procedimiento para averiguarlo con exactitud. En el caso colombiano, el “Programa de Derechos humanos y DIH” de Presidencia de la República realiza mapas anuales donde ilustra la “intensidad” del conflicto por zonas, en términos del número de ataques militares realizados cada año por la subversión. Pero estos mapas no consiguen medir con exactitud la dimensión territorial de la guerra puesto que los actores armados, en especial las guerrillas son, además de clandestinos, bastante móviles, casi nómadas, según van cambiando los equilibrios del conflicto. De otra parte, sus ofensivas no siempre coinciden con su asentamiento territorial rural y a veces consisten en ataques terroristas urbanos.
El segundo problema de esta definición es que no aporta nada nuevo al conocimiento del comportamiento estatal porque coincide con la de “estado de guerra interior”, una categoría tan vieja como el Estado mismo. Una versión aún más reducida fue la adoptada por el “State Failure Task Force Report” en 1998, que identificó las hipótesis de Estado fallido con los escenarios de “guerra civil”, donde las instituciones centrales se debilitaban tanto que su control y autoridad ya no iba más allá de la capital. Sin embargo, tanto los Estados pueden fracasar sin que haya existido guerra interna (Albania en 1997), como las guerras internas tener lugar en países que no han fracasado, situación de la cual Colombia es un buen ejemplo.
Y el tercer problema es que el énfasis en las funciones estatales de defensa y seguridad que propicia esta definición, puede conducir a la implementación de políticas públicas irracionales e inconvenientes a largo plazo para el país estigmatizado. En efecto, una agenda estatal centrada en la seguridad es uno de los mayores peligros del concepto de Estado fallido puesto que, aunque la seguridad es conditio sine qua non del desarrollo y la legitimidad sostenibles, las presiones externas que privilegian ciegamente las capacidades estatales coercitivas sin atender a las particularidades del contexto, pueden terminar por favorecer la construcción de Estados abusivos, militarizados, depredadores, violadores de los derechos humanos e ilegítimos, tal como ocurrió anteriormente, debido a la política exterior de Estados Unidos en el Caribe y Centroamérica, en la Nicaragua de los Somoza y durante las dictaduras de los Duvalier en Haití y Fulgencio Batista en Cuba.
Por esta razón, el “redescubrimiento” del Estado que tuvo lugar durante la última década con el impulso de la debilidad y el fracaso estatal como paradigmas de interpretación de la acción pública, debe ubicarse en el contexto de la era post 9/11, es decir, de la Guerra contra el terrorismo, donde la principal preocupación no es la incapacidad de los Estados débiles para suplir las necesidades de sus propios ciudadanos, sino el afán de proteger los intereses, las poblaciones y las instituciones de los países más ricos, que quieren imponer a los primeros su agenda para protegerse de las amenazas que los afectan directamente.
Durante los últimos ocho años, Colombia se convirtió en un caso paradigmático de materialización en distintos campos del peligro que supone una agenda estatal focalizada en el aumento de la capacidad de coerción. Un ejemplo nítido de cómo una política pública obcecada por recuperar el control del territorio y la seguridad (Seguridad Democrática), si bien significó una avanzada en la guerra contra los grupos armados ilegales, también entrañó un excesivo gasto en defensa que se tradujo en la militarización del Estado, el aumento de las violaciones a los derechos humanos por parte de la fuerza pública (falsos positivos) y un deterioro de los indicadores sociales.
La obsesión por obtener resultados en el área de defensa convertida en bandera electoral, sin duda en consonancia con el discurso internacional de los Estados fallidos y la Guerra contra el terrorismo, llevó a Álvaro Uribe a la Presidencia de Colombia durante el período 2002-2006 y le permitió reelegirse para un segundo (2006-2010) con el argumento de que necesitaba más tiempo para ganar la guerra. La bonanza económica del país le permitió aumentar el número de soldados de 160.000 en 2002 a 254.300 en 2008 (y en general el pie de fuerza de 260.000 efectivos a 445.000), incrementando paulatinamente el gasto en defensa hasta alcanzar un pico de 5,7 por ciento del PIB en 2008 según las cifras oficiales, y del 6,5 por ciento según cálculos independientes, el mayor porcentaje en América Latina, superado en el mundo durante el período 1998-2007 apenas por Israel, Burundi y Turquía.
La evolución del debate a propósito de los Estados fallidos sugiere la urgencia de problematizar el rol que ha jugado un concepto que primero ingresó en la agenda académica, luego fue instrumentalizado por la agenda política internacional imperante para imponer indiscriminadamente una misma etiqueta a Estados que enfrentaban dificultades muy diversas, y finalmente terminó convertido en uno más de los confusos componentes dialécticos de la Guerra contra el terrorismo.
El “mito político”, entendido como “el proceso continuo de trabajo en una narrativa común por medio del cual los miembros de un grupo social pueden proveer significado a sus condiciones y experiencia política” (Bottici y Challand, 2006), está siempre presente en el diálogo por el cual una sociedad construye su percepción de la “realidad” política. En otras palabras, en realidad, los hechos no hablan por sí solos.
En un artículo reciente, gracias al estudio de cincuenta documentos oficiales de la administración Bush en los que analiza la recurrencia con que aparecen algunos “gatillos lexicales”, Joanne Esch demuestra el impresionante impacto que dos mitos políticos estadounidenses tradicionales (el mito del “excepcionalismo americano” y el de “civilización Vs. barbarismo”), tienen en el material argumentativo utilizado para legitimar y normalizar la retórica de la Guerra contra el terrorismo.
Está por investigarse -pienso que con un resultado previsible- utilizando una metodología similar, tanto en Estados Unidos como en los países periféricos que siguen con obediencia sus recomendaciones en materia de seguridad (Colombia entre los primeros de la lista), si los dos mencionados relatos hacen también parte de los mitos políticos que legitiman el discurso de los “Estados fallidos”. Y si éstos, a su vez, conforman la panoplia de argumentos que hoy soportan las políticas impositivas propias de la War on Drugs y las intervenciones preventivas de la War on Terror, es decir, en buen castellano, de las guerras a favor de los intereses económicos y geopolíticos del gobierno de Estados Unidos. En la “Estrategia de Seguridad Nacional” presentada en mayo de 2010 por el Presidente Obama, “fortalecer los Estados débiles y fallidos” aún figura como una de las prioridades estadounidenses para “promover un orden internacional justo y sostenible”.
En definitiva, es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.