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27 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (III)

Es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.

La principal dificultad que plantea la noción de “Estado fallido” es su ambigüedad. El hecho de que no existe una definición universalmente aceptada del término redunda en su inutilidad descriptiva. Dada la profusión de definiciones pergeñadas por la academia, resulta obvio el problema que entraña el hecho de que quienes imponen esta etiqueta a los países no están de acuerdo sobre su contenido.

Robert Rotberg, el autor que más se ha esforzado por elaborar un marco analítico preciso de los parámetros a tomar en cuenta para medir la debilidad estatal, menciona dentro de los indicadores que caracterizan un Estado fallido (que él define ampliamente como “un Estado en anarquía”) variables tan diversas como: guerras civiles caracterizadas por una violencia que perdura, falta de armonía entre las comunidades, pérdida del control de regiones periféricas ocupadas por grupos al margen de la ley, crecimiento de la violencia criminal, instituciones defectuosas, deterioro o destrucción de la infraestructura, sistemas educativo, médico y social informalmente privatizados, corrupción rampante, declive del PIB, aumento de la inflación y pérdida de legitimidad.

Ni hablar de la metodología aplicada por el Fondo para la Paz y la revista Foreign Policy para elaborar anualmente el “Índice Global de Estados Fallidos”, que aglomera 41 distintos indicadores sociales, económicos y políticos del fracaso estatal, agrupados en 12 categorías, a saber: presiones demográficas, movimiento masivo de refugiados o desplazados internos por la violencia, historia de grupos ofendidos por injusticias recientes o pasadas, fuga de capital humano crónica y sostenida, declive económico, desarrollo económico desigual, criminalización y deslegitimación del Estado, deterioro progresivo de los servicios públicos, violación de los derechos humanos, operación del aparato de seguridad como un “Estado dentro del Estado”, exclusión política institucionalizada e intervención externa.

Resulta difícil entender cómo una categoría que engloba indicadores tan diversos puede aplicarse simultáneamente para describir países con problemas tan diferentes como Colombia, Costa de Marfil, Irak, Corea del Norte e Indonesia, que fueron incluidos en la lista de Estados en vías de fracaso (failing states) elaborada por Rotberg en 2003.

Debido a la plétora de conceptualizaciones sobre el Estado fallido, subsiste la discusión en torno a los componentes esenciales del fracaso estatal y cuáles de sus indicadores deben tener un peso superior al momento de medirlo. Por esta razón, el acuerdo entre todas las definiciones disponibles hoy permite identificar apenas un “núcleo duro” mínimo weberiano del concepto, compuesto por dos elementos: la pérdida del control del territorio y del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Una opción, por lo demás, en perfecta correspondencia con la presión internacional para fortalecer el ámbito de seguridad y defensa, las dos prioridades de la Guerra contra el terrorismo.

No obstante, esta definición estrecha centrada en el control del territorio y el monopolio de la violencia, plantea tres problemas. El primero es que resulta imposible de medir: ¿cómo saber cuándo un Estado en situación de disputa interna por su territorio lo controla en su totalidad, o qué partes de él? No existe procedimiento para averiguarlo con exactitud. En el caso colombiano, el “Programa de Derechos humanos y DIH” de Presidencia de la República realiza mapas anuales donde ilustra la “intensidad” del conflicto por zonas, en términos del número de ataques militares realizados cada año por la subversión. Pero estos mapas no consiguen medir con exactitud la dimensión territorial de la guerra puesto que los actores armados, en especial las guerrillas son, además de clandestinos, bastante móviles, casi nómadas, según van cambiando los equilibrios del conflicto. De otra parte, sus ofensivas no siempre coinciden con su asentamiento territorial rural y a veces consisten en ataques terroristas urbanos.

El segundo problema de esta definición es que no aporta nada nuevo al conocimiento del comportamiento estatal porque coincide con la de “estado de guerra interior”, una categoría tan vieja como el Estado mismo. Una versión aún más reducida fue la adoptada por el “State Failure Task Force Report” en 1998, que identificó las hipótesis de Estado fallido con los escenarios de “guerra civil”, donde las instituciones centrales se debilitaban tanto que su control y autoridad ya no iba más allá de la capital. Sin embargo, tanto los Estados pueden fracasar sin que haya existido guerra interna (Albania en 1997), como las guerras internas tener lugar en países que no han fracasado, situación de la cual Colombia es un buen ejemplo.

Y el tercer problema es que el énfasis en las funciones estatales de defensa y seguridad que propicia esta definición, puede conducir a la implementación de políticas públicas irracionales e inconvenientes a largo plazo para el país estigmatizado. En efecto, una agenda estatal centrada en la seguridad es uno de los mayores peligros del concepto de Estado fallido puesto que, aunque la seguridad es conditio sine qua non del desarrollo y la legitimidad sostenibles, las presiones externas que privilegian ciegamente las capacidades estatales coercitivas sin atender a las particularidades del contexto, pueden terminar por favorecer la construcción de Estados abusivos, militarizados, depredadores, violadores de los derechos humanos e ilegítimos, tal como ocurrió anteriormente, debido a la política exterior de Estados Unidos en el Caribe y Centroamérica, en la Nicaragua de los Somoza y durante las dictaduras de los Duvalier en Haití y Fulgencio Batista en Cuba.

Por esta razón, el “redescubrimiento” del Estado que tuvo lugar durante la última década con el impulso de la debilidad y el fracaso estatal como paradigmas de interpretación de la acción pública, debe ubicarse en el contexto de la era post 9/11, es decir, de la Guerra contra el terrorismo, donde la principal preocupación no es la incapacidad de los Estados débiles para suplir las necesidades de sus propios ciudadanos, sino el afán de proteger los intereses, las poblaciones y las instituciones de los países más ricos, que quieren imponer a los primeros su agenda para protegerse de las amenazas que los afectan directamente.

Durante los últimos ocho años, Colombia se convirtió en un caso paradigmático de materialización en distintos campos del peligro que supone una agenda estatal focalizada en el aumento de la capacidad de coerción. Un ejemplo nítido de cómo una política pública obcecada por recuperar el control del territorio y la seguridad (Seguridad Democrática), si bien significó una avanzada en la guerra contra los grupos armados ilegales, también entrañó un excesivo gasto en defensa que se tradujo en la militarización del Estado, el aumento de las violaciones a los derechos humanos por parte de la fuerza pública (falsos positivos) y un deterioro de los indicadores sociales.

La obsesión por obtener resultados en el área de defensa convertida en bandera electoral, sin duda en consonancia con el discurso internacional de los Estados fallidos y la Guerra contra el terrorismo, llevó a Álvaro Uribe a la Presidencia de Colombia durante el período 2002-2006 y le permitió reelegirse para un segundo (2006-2010) con el argumento de que necesitaba más tiempo para ganar la guerra.  La bonanza económica del país le permitió aumentar el número de soldados de 160.000 en 2002 a 254.300 en 2008 (y en general el pie de fuerza de 260.000 efectivos a 445.000), incrementando paulatinamente el gasto en defensa hasta alcanzar un pico de 5,7 por ciento del PIB en 2008 según las cifras oficiales, y del 6,5 por ciento según cálculos independientes, el mayor porcentaje en América Latina, superado en el mundo durante el período 1998-2007 apenas por Israel, Burundi y Turquía.

La evolución del debate a propósito de los Estados fallidos sugiere la urgencia de problematizar el rol que ha jugado un concepto que primero ingresó en la agenda académica, luego fue instrumentalizado por la agenda política internacional imperante para imponer indiscriminadamente una misma etiqueta a Estados que enfrentaban dificultades muy diversas, y finalmente terminó convertido en uno más de los confusos componentes dialécticos de la Guerra contra el terrorismo.

El “mito político”, entendido como “el proceso continuo de trabajo en una narrativa común por medio del cual los miembros de un grupo social pueden proveer significado a sus condiciones y experiencia política” (Bottici y Challand, 2006), está siempre presente en el diálogo por el cual una sociedad construye su percepción de la “realidad” política. En otras palabras, en realidad, los hechos no hablan por sí solos.

En un artículo reciente, gracias al estudio de cincuenta documentos oficiales de la administración Bush en los que analiza la recurrencia con que aparecen algunos “gatillos lexicales”, Joanne Esch demuestra el impresionante impacto que dos mitos políticos estadounidenses tradicionales (el mito del “excepcionalismo americano” y el de “civilización Vs. barbarismo”), tienen en el material argumentativo utilizado para legitimar y normalizar la retórica de la Guerra contra el terrorismo.

Está por investigarse -pienso que con un resultado previsible- utilizando una metodología similar, tanto en Estados Unidos como en los países periféricos que siguen con obediencia sus recomendaciones en materia de seguridad (Colombia entre los primeros de la lista), si los dos mencionados relatos  hacen también parte de los mitos políticos que legitiman el discurso de los “Estados fallidos”. Y si éstos, a su vez, conforman la panoplia de argumentos que hoy soportan las políticas impositivas propias de la War on Drugs y las intervenciones preventivas de la War on Terror, es decir, en buen castellano, de las guerras a favor de los intereses económicos y geopolíticos del gobierno de Estados Unidos. En la “Estrategia de Seguridad Nacional” presentada en mayo de 2010 por el Presidente Obama, “fortalecer los Estados débiles y fallidos” aún figura como una de las prioridades estadounidenses para “promover un orden internacional justo y sostenible”.

En definitiva, es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.

14 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (II)


Antes que un ideal tipo estático, el Estado es un proyecto global y por ende un problema en permanente construcción histórica, similar a la democracia y el capitalismo liberal.


El péndulo histórico del fracaso estatal

La  debilidad y el fracaso del Estado-nación como modelo asociativo no son fenómenos nuevos. No lo fueron en sus inicios, cuando el Estado nacional debió competir con los “imperios preceptores de tributos” y los esquemas de “soberanías fragmentadas” (ciudades-estado y federaciones urbanas) para imponerse como sistema de organización humana prevalente en el mundo. Ni tampoco dejaron de serlo después de la firma en 1648 de la Paz de Westfalia, hecho que se considera el mojón histórico que marcó la consolidación del Estado moderno y el inicio del sistema interestatal europeo basado en el concepto de soberanía nacional. Tanto guerras (“motor de la formación y transformación del Estado”, según Charles Tilly), como invasiones, anexiones, implosiones y secesiones se siguieron produciendo y el número de Estados multiplicando.

En 1914, después de la caída de los imperios austro-húngaro y otomano, se contaban 55 Estados. En 1919, el fin de la Gran Guerra dejó un saldo de 59. En 1950, aumentó el número a 69. En 1970, con la independencia de buena parte de África, había 90 Estados. Con la independencia de otros territorios africanos, asiáticos y oceánicos y la implosión de la Unión Soviética en 1991, el número se elevó a 191. En la actualidad, tras la independencia de Timor Oriental en 2002, existen 192 Estados.

En 2006, Chomsky publicó un libro (Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy) bastante audaz donde argumentó que Estados Unidos presentaba varias de las características de un Estado fallido, entre ellas la incapacidad o falta de voluntad de su gobierno para proteger a sus ciudadanos de la violencia, el peligro incluso de propiciar con su política exterior su destrucción, la tendencia a actuar con desconocimiento de la ley internacional creyéndose libre para agredir a otros países sin legítima justificación y el delicado déficit democrático resultante de todo lo anterior que privaba a sus instituciones, formalmente democráticas, de verdadera sustancia. En Latinoamérica, la más reciente víctima de este versátil estigma fue México, a causa de la escalada violenta generada por el narcotráfico en el norte del país; situación por la que ya atravesaron en la región Argentina en 2002 debido a la crisis económica y, según el Índice Global de Estados fallidos, Colombia y República Dominicana en 2005 (en la región Caribe, Haití se considera un Estado estructuralmente fallido desde que se realiza esta medición).

Europa, el laboratorio de creación, consolidación y luego exportación del Estado moderno al resto del mundo, tampoco ha permanecido ajeno a los avatares de la debilidad estatal. Francia fue un Estado colapsado durante el régimen de Vichy, incapaz de garantizar el control del territorio frente a la ocupación nazi; Italia en la década de 1970, cuando las mafias de Calabria y Sicilia llenaban de drogas, carros-bomba, secuestros y muertos las calles de Nápoles y Palermo; España, durante el gobierno de Franco, como cualquier Estado sumido en una dictadura, fue fracasado desde el punto de vista del respeto por las libertades individuales.

Ni siquiera hoy los problemas están resueltos para el primer mundo. Un análisis concienzudo de la situación económica actual en Grecia, Irlanda, Portugal, España y, en general, de la viabilidad del euro a mediano plazo como moneda común de la Unión Europea, y tal vez de ella misma a largo plazo como el proyecto asociativo supraestatal más ambicioso que registra la historia, no arroja resultados muy alentadores. Una mirada al sistema de salud estadounidense (recomiendo al efecto ver el documental de Michael Moore que salió en 2007, Sicko) antes de la reforma estructural impulsada por Obama, que hoy quieren deshacer los republicanos, lo ubicaría en el podio de Estados socialmente fracasados.

Colombia, un país que vivió la mitad de los años del siglo XIX y sesenta de los cien años del XX inmersa en algún tipo de guerra, sin duda ha conocido múltiples períodos de fracaso estatal. Paul Oquist documentó el “colapso parcial” que sufrió el Estado colombiano durante el desangre humano y el derrumbe institucional que supuso la época de “La Violencia” (1948-1958). Igual ocurrió  durante la llamada “doble guerra” que libró el Estado colombiano en la década de los ochenta contra el narcoterrorismo del Cartel de Medellín y la fugaz unión de todos los grupos guerrilleros en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar.

Antes que solución, los grandes problemas tienen historia. El Estado, como cualquier gran proyecto humano, lleva ínsito el riesgo de su fracaso. De ahí que Jeffrey Herbst (2004) sostenga con razón que los Estados “tienden a fracasar”. La circulación de los Estados por el continuo fortaleza-debilidad es temporalmente dinámica. Cualquier Estado, en ciernes o consolidado, sigue siendo un programa irrealizado que corre permanentemente el riesgo de fortalecerse o debilitarse.

El Estado no es un ideal tipo estático e invariable, sino un proyecto global y por ende un problema en permanente construcción histórica, similar a la democracia y el capitalismo liberal. Sin duda, la situación de Somalia no es la misma de Suecia, pero ambos presentan fortalezas y debilidades diferenciadas: a pesar de contar con los mejores índices de desarrollo humano, los países nórdicos tienen la tasa de suicidios más alta del mundo, ¿habría que crear entonces la nueva categoría de los “Estados suicidas”? Después del WikiLeaks Cablegate desatado en noviembre pasado, ¿no es Estados Unidos un Estado “diplomáticamente fallido”? 

4 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (I)



Un análisis serio de la debilidad estatal debería tomar en consideración indicadores políticos, económicos, sociales y culturales para medir en forma integral el desempeño del Estado.

En 1993 aparece en el campo académico estadounidense un nuevo concepto. Se trata de la noción de "Estado fallido" que, junto con otras etiquetas como la de país “subdesarrollado”, “tercermundista”, “pseudodemocrático”, “narcodemocrático”,   “totalitario”, “autoritarista”, “descertificado”, “terrorista”, “paria”, “rebelde”, viene a engrosar la lista de los peores estigmas internacionales que puede sufrir una nación. Incluso desde antes, a partir de parámetros disímiles de medición de la descomposición del aparato estatal, algunos países, en especial del África, habían empezado a ser catalogados en la comunidad científica como “cuasi-Estados” (Jackson, 1987), y luego como “Estados sombra” (Reno, 2000), “Estados premodernos” (Cooper, 2002), “áreas sin ley” (Cirino, 2002), “Estados dentro del Estado” (Kingston y Spears, 2004), entre otros.

Después de los ataques del 11 de septiembre, el debate adquirió relevancia geopolítica mundial. En la Estrategia de Seguridad Nacional presentada por el Presidente Bush en septiembre de 2002, los Estados débiles y en vías de fracaso fueron considerados una “amenaza” mayor para la seguridad de Estados Unidos que aquellos con pretensiones de expansión. Desde entonces, el fracaso estatal dejó de ser una mera categoría académica para convertirse en un indicador que repercute en el tratamiento que reciben los Estados en la comunidad internacional por parte de gobiernos, organizaciones multilaterales, tanques de pensamiento, universidades y académicos, al tiempo que determina y justifica propuestas de intervención.

Pero, ¿qué es un Estado fallido? La función primordial de todo Estado es proveer bienes políticos a sus ciudadanos. Bienes que determinan el contenido del contrato social que justifica su existencia y cuya definición depende de la concepción estatal que se adopte. Así, desde la perspectiva de Weber, el Estado se define como aquel que tiene el “monopolio legítimo de la violencia”, es decir, básicamente la entidad que controla un territorio y garantiza dentro de él la seguridad y la aplicación del Derecho. Por su parte, una mirada contractualista del Estado (Hobbes, Locke, Rousseau) permite valorar su grado de éxito por los orígenes (legitimidad) y el nivel de justicia social (Rawls) que garantiza. En esta medida, los indicadores económicos y sociales adquieren tanta relevancia como los jurídicos y políticos. A su vez, una concepción estatal jurídica internacionalista (Kelsen, Carré de Malberg, Jellinek, Heller) hace énfasis en el reconocimiento internacional de la soberanía nacional del Estado como su elemento definitorio esencial, de modo que países hoy no reconocidos por la ONU o “pseudoestados” (Palestina, Kosovo, Puerto Rico, República del Norte de Chipre) no sólo serían fracasados sino que carecerían de su carácter de tales.

Por otra parte, según el campo del conocimiento desde el que se avance, el análisis de la debilidad estatal dará prioridad a distintos tipos de indicadores: un economista no dudará en considerar el ingreso per cápita, la inflación, la  tasa de desempleo o el índice de desarrollo humano como indicadores críticos; mientras un politólogo privilegiará el control del territorio, la aplicación del derecho, la legitimidad de las instituciones o la estabilidad del régimen.

En suma, un análisis serio de la debilidad estatal debería tomar en consideración y ponderar, de acuerdo con el contexto, diversos parámetros (políticos, económicos, sociales, culturales) para medir el grado de éxito estatal, medición que siempre arrojará una ubicación en la línea históricamente oscilante de fortaleza-debilidad, y dependerá, por supuesto, de la prelación que se le dé a cada uno de los aspectos de la acción estatal.

El tránsito de Colombia por el muro de la vergüenza en materia de precariedad estatal ha sido dramático. En lo que va del siglo se le ha catalogado de Estado “en vías de fracaso” (Mason, 2000), “débil” (McLean, 2002) y “parcialmente colapsado” (Pizarro 2004). En 2005 la revista Foreign Policy y el Fondo para la Paz encendieron aún más las alarmas con la publicación del primer Índice Global de Estados fallidos donde Colombia figuró en el puesto 14 como un Estado fracasado, en el mismo margen ”crítico” de descomposición y peligro inminente de colapso que países como Sudán (puesto 3), Irak (4), Somalia (5), Haití(10) y Afganistán(11).

Desde entonces, el nivel de alarma en el mencionado índice que se publica anualmente ha venido descendiendo: en 2006 el país apareció en el puesto 27 (aún en peligro), en  2007 en el 33, en 2008 en el 37, en 2009 en el 41, hasta ubicarse el año pasado en la casilla 46, ya por fuera de la zona de peligro (ahora en la zona gris o borderline). 

Recientemente, el ex Presidente Uribe y el Presidente Santos, el primero en una conferencia que dictó en la Universidad de Oxford el 20 de septiembre de 2010, y el segundo en una que dio en Nueva York dos días después, utilizaron la misma fórmula para hablar del país: “Colombia: de Estado fracasado a estrella emergente”.

De manera que ahora somos “una estrella emergente”. Sin duda, una estrella emergente del desempleo: el más alto del subcontinente en 2009 (13%) y 2010 (12,4%), según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL); la desigualdad: con un coeficiente de Gini nacional de 0,578 Colombia fue el país más desigual de América Latina en 2009 y, según el Informe sobre Desarrollo Humano 2010 de la ONU, la “pérdida en desarrollo humano potencial debido a la desigualdad” sigue siendo altísima (28.6%); la corrupción: puesto 78 entre 178 en el mundo y 10 entre 18 del contexto latinoamericano, según el índice de Transparencia Internacional; los desplazados por la violencia: con un récord mundial imbatible (superando a Irak y Afganistán) de tres millones setecientos cincuenta y ocho mil personas desplazadas por la violencia, según las últimas cifras disponibles del ACNUR y el CODHES; y ahora también de damnificados por las inundaciones y el invierno: más de dos millones y una reconstrucción del país por hacer que se estima que costará doce billones de pesos.

Aunque es cierta la avanzada del Estado en términos de recuperación del territorio frente a las guerrillas (no así en términos de seguridad, según los últimos índices de violencia urbana), la supuesta “desmovilización” paramilitar que tuvo lugar durante el gobierno de Uribe ha sido recientemente desvirtuada por la emergencia de los “neoparamilitares” y las Bacrim. Los resultados en seguridad se han visto además gravemente empañados por el deterioro de los demás indicadores sociales y económicos que, finalmente, son el costo directo que hoy paga el país por haber invertido (¿dilapidado?) una porción cada vez mayor del PIB en defensa hasta alcanzar un pico del 6 por ciento en 2008.

Todo esto sin hablar del costo en términos de debilitamiento institucional que supusieron los dos últimos gobiernos, convirtiendo a Colombia en un “Estado Alterado” (García y Revelo, 2010) debido al tránsito en varias regiones del país del clientelismo que tradicionalmente lo había caracterizado a una captura frontal de las instituciones por parte de las estructuras mafiosas y paramilitares: hoy una tercera parte de los funcionarios de elección popular que gobernaron durante la última década están procesados por “parapolítica” (Claudia López, 2010).