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26 nov 2011

La Colombie: entre force de l’État et démocratie

Este documento contiene la presentación de la problemática y el plan de mi tesis para aspirar al título de Doctor en ciencia política por la Universidad Paris 2 Panthéon-Assas.
Creo en el modelo colaborativo de generación de conocimiento, es decir, en que cuantas más personas piensan el mismo problema, tanto mayor es la posibilidad de que formulen preguntas significativas y adviertan nuevas dimensiones que enriquecen la comprensión del observable.
Por esta razón agradeceré cualquier comentario, opinión, crítica (tanto constructiva como destructiva) o sugerencia a la estructura propuesta, en la sección de comentarios o al correo: florezjose@hotmail.com

12 nov 2011

Failed State or Failed Concept? Problems Arising from the Notion of State Failure and the Indexes that Attempt to Measure it

Ponencia presentada en el Congreso Latif2001 (Kolumbien: Vom Failing State zum Raising Star) de la Universidad de Köln, 13 de noviembre de 2011.

Abstract
The dialectic of “failed states” supposed a rediscovery of the state with great virtues, such as implementing an interdisciplinary toolbox which allows construction of a global panoramic view of state performance. But it also raises serious difficulties due to the politicization suffered by the debate on state weakness after the 9/11 attacks. Thereafter, the manipulation of an initially academic concept by the U. S. foreign policy agenda, obsessed with security and focused on the war on terrorism, ended up by turning it into a new pretext for intervention in internal affairs of sovereign weaker states, impoverishing the notion of “failed state” to such an extent that it became analytically unusable.
Furthermore, the growing geopolitical role of the concept of state failure was accompanied by the lack of methodological care in the preparation of the indexes that seek to measure it. There are many conceptual weaknesses in the notion of “failed state” and in the classifications that derive from it, as well as methodological flaws in the indexes that attempt to evaluate state performance. However, the analytical precariousness of poor state performance indexes (pspi) has not been an obstacle for them to multiply and increase their influence in building the global imaginary about the qualities of the states, nor to be used as crucial tools in the formulation of public policy and the approval of multilateral aid.
This article systematically reveals the main analytical and political obstacles faced by the notion of state failure and poor state performance indexes. The first part presents the conceptual difficulties offered by the definition of failed state. The second one develops the epistemological difficulties that must be overcome by the pspi in their process of elaboration.
Key words
Colombia, democracy, failed states, globalization, poor state performance indexes, public policy, state failure, state weakness

Resumen
La dialéctica de los “estados fallidos” supuso un redescubrimiento del Estado con grandes virtudes, como la implementación de una caja de herramientas interdisciplinaria que permite construir una visión global panorámica del desempeño estatal. Pero también plantea serias dificultades debido a la politización que sufrió el debate sobre la debilidad estatal después de los ataques del 11 de septiembre. En adelante, la instrumentalización de un concepto inicialmente académico por parte de la agenda política internacional estadounidense, obsesionada con la seguridad y centrada en la guerra contra el terrorismo, terminó por convertirlo en un nuevo pretexto para la intervención en los asuntos internos de los estados soberanos más débiles, pauperizando la noción de Estado fallido a tal grado que la volvió analíticamente inutilizable.
Por otra parte, el creciente protagonismo geopolítico del concepto de falla estatal se vio acompañado de la falta de cuidado metodológico en la elaboración de los índices que buscan medirla. Son numerosas las debilidades conceptuales de la noción de “Estado fallido” y las clasificaciones que se le aparejan, así como las falencias metodológicas que sistemáticamente acusan los índices que intentan evaluar el desempeño estatal. No obstante, la precariedad analítica de los poor state performance indexes (pspi) no ha sido óbice para su multiplicación y el aumento de su influencia en la construcción del imaginario global sobre las calidades de los estados, ni para su consolidación como herramientas cruciales en la formulación de políticas públicas y la aprobación de ayudas multilaterales.
Este artículo devela, en forma sistemática, los principales obstáculos analíticos y políticos que enfrentan la noción de Estado fallido y los índices de desempeño estatal. En la primera parte se exponen las dificultades conceptuales que presenta la definición de Estado fallido. En la segunda, los escollos epistemológicos que deben salvar los índices de bajo desempeño estatal durante su proceso de elaboración.
Palabras clave
Colombia, debilidad estatal, democracia, estados fallidos, falla estatal, globalización, índices de bajo desempeño estatal, políticas públicas


Sumario
Introducción. I. Dificultades analíticas de la noción de Estado fallido. A. Ambigüedad del concepto. B. El “mínimo weberiano”: una receta estándar para problemas distintos. C. Indagación por las causas del fracaso estatal y los mecanismos para prevenirlo y remediarlo. D. Ubicación de los estados en el continuo debilidad-fortaleza. E. Orden de prelación que debe dárseles a los indicadores del desempeño estatal. F. Implicaciones políticas internacionales del debate sobre el desempeño estatal. Sobre la “amenaza global” de los estados fallidos. G. Politización del debate académico sobre el desempeño del Estado: las “escuelas” del fracaso estatal. II. Límites intrínsecos y vicios metodológicos de los índices de desempeño estatal. A. Dificultades en el proceso de definición. B. Dificultades en el proceso de codificación. C. Dificultades en el proceso de agregación. III. Reflexión final: el péndulo histórico del fracaso estatal.


19 ago 2011

Ni ideal ni desastre. Colombia: entre el mito de la robustez democrática y el estereotipo de nación violenta

Este ensayo (escrito en el marco de la celebración de los 125 años de la Universidad Externado de Colombia) revisa algunas de las visiones académicas que han hecho carrera sobre la democracia colombiana, para cotejarlas con las prácticas que se pueden verificar en la práctica histórica con miras a evaluar su poder explicativo. El objetivo principal es desvirtuar los dos estereotipos extremos que han primado sobre nuestra experiencia democrática. De un lado, el de Colombia como la democracia “más antigua de Latinoamérica” e ideal de apego democrático, que encontraría su principal manifestación en una fuerte tradición electoral de más de doscientos años de vida republicana durante los cuales los golpes de Estado y las dictaduras militares han brillado por su ausencia (visión democrática optimista). Y de otro lado el estereotipo que caracteriza a Colombia como una “nación criminal”, un Estado “endémicamente débil” que aún no ha terminado de formarse, y donde la violencia política desvirtúa cualquier posibilidad de legitimidad democrática (visión democrática pesimista). En lugar de aventurar respuestas definitivas, el texto pone en evidencia falacias argumentativas, al tiempo que sugiere derroteros conceptuales y  estrategias de investigación.
Sumario. I. ¿Historia de la democracia o democracia en la historia? II. La feria de los adjetivos. A. ¿Estado, régimen o gobierno ilegítimo? B. ¿Una democracia “disminuida”? III. El mito de la robustez democrática. IV. Necesidad de un modelo de análisis transversal.


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29 abr 2011

Álvaro Uribe y el terrorismo

Link a la columna en Semana

No cabe duda de que cuando el ex presidente olvida el nombre de alguien o algo, automáticamente, por un acto reflejo, lo llama terrorista.

Al ex presidente Álvaro Uribe le encanta la palabra terrorismo y sus derivados. Es el vocablo que define el derrotero central de todo su universo político.

Cuando llegó a la Presidencia, declaró  la inexistencia del conflicto armado interno colombiano (nada menos que el más antiguo de los que subsisten en el  mundo) y de sus actores subversivos, reduciéndolos a la simple condición de “terroristas”. 

No es que las FARC no sean terroristas. Evidentemente lo son porque cometen actos terroristas, pero desbordan la noción. También son, aunque ello no embone con la rudimentaria cosmogonía uribista, un grupo subversivo que aspira a derrocar al Estado.

De igual modo, el país sí padece un conflicto armado y enfrenta varios ejércitos irregulares, en lugar de una banda de fundamentalistas prestos a inmolarse en cada supermercado, como el ex mandatario pretende.

Esta prematura salida en falso fue apenas el prefacio de lo que ahora podríamos llamar “la dialéctica uribista del delirio terrorista”. A día de hoy, en el particular vocabulario del ex mandatario, terrorista es toda persona que lo critica, o cualquier entidad abstracta que funciona con independencia de sus caprichos, como el Derecho Internacional Humanitario (ya veremos por qué).

A lo largo de su vertiginosa carrera de malversación adjetival, Uribe llamó “terroristas vestidos de civil” a los miembros de la oposición, y a varias ONG’s que denunciaron la deslucida gestión de su gobierno en la protección de los derechos humanos, las acusó de “actuar al servicio del terrorismo”. Luego se dedicó a insultar a los mejores periodistas de Colombia: de Hollman Morris dijo que se escudaba en su condición de periodista “para ser permisivo cómplice del terrorismo", y a Daniel Coronell lo acusó por Twitter de “mafioso, sicario, bandido y mentiroso redomado”.

Pero aún no satisfecho con su prolijo prontuario de sandeces, decidió arremeter la semana pasada contra el Premio Nobel de Paz argentino Adolfo Pérez Esquivel, llamándolo “vocero y defensor de terroristas”.

Esta práctica neurótica ya nos resulta familiar. Es la manifestación de ese singular vicio del habla que se conoce como “anomia” y consiste, según el DRAE, en el “trastorno del lenguaje que impide llamar a las cosas por su nombre”. Porque no cabe duda de que cuando el ex presidente olvida el nombre de alguien o algo, automáticamente, por un acto reflejo, lo llama terrorista.

Sin embargo, los pasatiempos de Uribe no se limitan al terrorismo dialéctico. También  prohíja una fascinación incontrolada por el terrorismo judicial, es decir, por intimidar personas que lo critican con base en pruebas o hechos de conocimiento público, mediante demandas judiciales por injuria y calumnia, como ocurrió la semana pasada con el Nobel Pérez Esquivel. Se trata de un ejercicio muy de moda por estos días entre ex presidentes colombianos, el de querer limpiar con falsas causas judiciales contra periodistas y figuras que sí gozan de prestigio social, el lodazal de corrupción que dejaron tras su gobierno. Claro, el mundo al revés.

Pero volvamos al delirio terrorista verbal. En una entrevista que le concedió al diario caleño El País el domingo pasado, Uribe inauguró una nueva dimensión hasta entonces desconocida de su terrorismo dialéctico. Esta vez sus afirmaciones desbordaron la mera disfunción anómica para entrar en terrenos del surrealismo. Afirmó que “hay un terrorismo jurídico que está paralizando a las fuerzas militares”. Este terrorismo, en su entender, consiste en que no le permiten al Ejército violar el Derecho Internacional Humanitario bombardeando a los narcotraficantes y las bandas criminales, en lugar de esforzarse por capturar a sus miembros.

Pero allí no paró la psicosis. Como en una película de Luis Buñuel, Uribe se atrevió a afirmar que “frente a la Presidencia lo que yo tengo es gratitud con mis compatriotas que me permitieron ejercerla ocho años” (se subraya).

¡Oígase esto! Ahora nosotros, “sus compatriotas”, fuimos quienes le permitimos acceder en forma ilegal a la Presidencia durante su segundo período, mediante la comisión del delito de cohecho. Semejante afirmación daría para una denuncia judicial masiva por calumnia, de parte de todos los colombianos que no violamos el Código Penal. ¿Cómo se atreve el ex presidente a endilgarnos a los colombianos que respetamos la ley la comisión de semejante hecho punible tan repudiable?  

¿Acaso olvidó tan pronto el escándalo de la Yidispolítica? Señor Uribe, le refresco la memoria: en lo que a los colombianos que sí respetamos el ordenamiento jurídico respecta, usted solo fue presidente del país durante los primeros cuatro años. Si alguien le permitió usurpar el cargo presidencial durante otros cuatro, fueron los parlamentarios corruptos que hoy están en la cárcel porque vendieron su voto a cambio de notarías y otras dádivas, para que fuera ilegalmente aprobada en el Congreso la reforma constitucional que lo habilitó para presentarse nuevamente a elecciones.

No abuse en las entrevistas de la fama de desmemoriados que tenemos los colombianos. No olvide que la Corte Suprema de Justicia, cuando condenó a Yidis Medina, precisó que el Acto Legislativo No. 2 de 2004, ese adefesio jurídico que preparó la catástrofe que sería su segundo mandato presidencial, fue ilegítimo: "La aprobación de la reforma constitucional fue expresión de una clara desviación de poder, en la medida en que el apoyo de una congresista a la iniciativa de enmienda constitucional se obtuvo a partir de acciones delictivas (...) La Corte Constitucional ha señalado que es posible advertir actos de desviación de poder en los trámites que cumple el Congreso de la República, resultando paradigmática tal circunstancia cuando por medio del cohecho se consigue que uno de sus miembros apoye una iniciativa que no era de su agrado y que inclusive rechazó públicamente (...) Tal respaldo definitivo para su aprobación no surgió como fruto de su libre examen y convencimiento sobre la bondades de la propuesta, sino gracias a las canonjías impúdicas que le ofrecieron y recibió; entonces, deviene ilegítima la actividad constitucional desplegada”.

De no ser porque no me regalaron el diploma de abogado (como a ciertos ex presidentes que se la pasan denunciando temerariamente por injuria y calumnia) sé que, para su fortuna, además de ser la responsabilidad penal en cabeza del sujeto activo necesariamente individual, los sujetos pasivos de los delitos deben estar determinados, razón por la cual no cabe la posibilidad de denunciarlo junto con “mis compatriotas” por “calumnia colectiva”, pues sería otra forma de terrorismo judicial.

7 mar 2011

La tara ideológica conservadora



Desde un punto de vista humanista, el conservadurismo es, nada menos, la negación de la perfectibilidad del hombre y todas sus creaciones, entre ellas las instituciones.

No voy a referirme en esta columna al despropósito de querer salvar “vidas”, científica  y filosóficamente en discusión, es decir “embriones”, a costa del sacrificio de mujeres en situación de riesgo físico y psíquico: ¿qué clase de eunuco mental podría exigirle a una mujer cuya vida peligra por un embarazo ectópico, o cuya gravidez es el resultado del ultraje a su cuerpo, que se reproduzca?

Tampoco hablaré del exabrupto que significa discutir si la familia la conforman un hombre y una mujer, una mujer y una mujer, un hombre y un hombre, una mujer y dos hombres, dos mujeres y un hombre, tres hombres y un bebé -como en la película- o cualquiera de los anteriores más una mascota: ¿a quién importa en qué consista la familia mientras se proteja la igualdad patrimonial ante la ley de las parejas homosexuales?

Ni mucho menos disertaré sobre el desaguisado que supone ignorar más de dos décadas de estudios, desde la perspectiva de la evaluación de políticas públicas, que demuestran el fracaso rotundo de la mal llamada “guerra contra las drogas” y su prohibición: ¿a alguien interesa si en realidad la “mata mata”, cuando la política para “combatirla” sí mata cada año miles de personas y dilapida miles de millones de dólares que podrían invertirse en salud y educación, esta sí útil para reducir el consumo de las drogas más nocivas?

Todas estas son obviedades, cosas que cualquier persona con un mediano uso de su facultad de raciocinio podría entender.

No voy a debatir aquí ninguno de los absurdos efectos modernos de la ideología conservadora porque quienes sí leemos y pensamos para asumir posiciones racionales frente a las problemáticas que plantea la vida en sociedad, ya estamos hartos de lidiar con individuos que defienden la sinrazón a ultranza, que no escuchan ni siquiera los argumentos más sólidos para poner a prueba sus prejuicios, gente que todo quiere “conservarlo”, por absurdo que sea.

¿Alguien consigue tomar en serio un político conservador en Colombia? ¿Para “conservar” qué? En Suecia y Dinamarca sería discutible, pero aquí, en plena jungla tecermundista, necesitamos reformadores, hombres que nos saquen del atraso en lugar de “conservarlo”. 

La arremetida conservadora de los últimos días en cabeza de su más joven y vergonzoso líder, el prematuro fósil político que responde al nombre de Andrés Felipe Arias, quien en lugar de cuestionar la gestión del Presidente (¿con qué derecho?) debería consagrarse a la defensa en los líos judiciales que le valió su vocación por la caridad que practica hacia los necesitados terratenientes, amerita un examen de los presupuestos filosóficos conservadores. Arias, como digo, es un hombre caritativo y debería, también por caridad, al igual que los demás conservadores del mundo, retirarse definitivamente de la política para salvaguardar la coherencia ideológica de su partido.

Define Hugh Cecil el conservadurismo como la “tendencia de la mente humana, adversa a los cambios y mudanzas, que obedece en parte al temor de lo desconocido y a la confianza en los caminos de la experiencia más bien que al razonamiento teórico, y en parte también a la facultad humana de adaptación al medio, por virtud de la cual aceptamos o toleramos lo que nos es habitual, mucho más fácilmente que lo que nos es extraño”. Cabe advertir que Cecil fue un parlamentario británico conservador.

Se trata entonces de una visión del mundo marcada por la antítesis y la repulsión por el cambio: negativa, de oposición,  destructiva, parasitaria de lo que critica y por consiguiente incapaz de formular algo propio. De ahí su carácter contrarrevolucionario, reaccionario, que viene de “reacción”, reacción primero contra el pensamiento democrático liberal y su expresión histórica por antonomasia, la Revolución Francesa (Burke, Disraeli, Bagehot y demás apóstoles de la inmovilidad lo ilustran muy bien), y luego  frente a cualquier modificación del orden social.

Me concentraré aquí en el defecto estructural que vicia toda ideología o “política conservadora”, si se me autoriza el oxímoron. Descubre José Ingenieros en “El hombre mediocre”, una de sus manifestaciones más puras en el espíritu conservador, que encontraría justificación social por el hecho de que·”el eterno contraste de fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía”.

Se trataría además de un mal necesario para el florecimiento del pensamiento creativo, que está reservado para los hombres que importan en términos históricos, amén de constituir un muro social de contención contra los sujetos más destructivos: “¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les trasfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores”.

Se preguntarán algunos cómo es que hombres de importancia, como Churchill por ejemplo, fueron conservadores. La respuesta es fácil: porque no lo eran sino de filiación partidista o porque, como escribió Gómez Dávila (otro conservador digno de recordación), “la importancia histórica de un hombre rara vez concuerda con su naturaleza íntima. La historia está llena de bobos victoriosos”. En general, los conservadores más inteligentes suelen ser muy buenos descifrando el mundo, mas no transformándolo. Observan, a veces con agudeza, pero no actúan.
Ingenieros acertó en la descripción del conservadurismo pero no en su justificación social. Nada puede justificar el conformismo y la ausencia de ideas renovadoras. A los “destructores” no se les neutraliza con más destrucción sino con creatividad. El conservadurismo en realidad es un mal a secas, un paralizante atavismo del miedo humano más primitivo a lo desconocido, un obstáculo para el progreso. En términos políticos, nada bueno le ha aportado el conservadurismo a Colombia ni podría aportarle a país alguno, ni a sus ciudadanos, ni a sus instituciones, por la poderosa razón de que se anula a sí mismo.

Desde un punto de vista humanista, el conservadurismo es, nada menos, la negación de la perfectibilidad del hombre y todas sus creaciones, entre ellas las instituciones. Por lo tanto, ante todo proceso de reforma o búsqueda de soluciones para algún problema planteado desde lo político, para ser coherente consigo mismo el conservador debe, indefectiblemente, guardar silencio. Si todo debe conservarse como está porque nada podría estar mejor, cualquier posibilidad de avance queda suprimida.

Sin duda, toda ideología estúpida acaba por suicidarse.

Por eso hago un llamado a la congruencia política e ideológica por parte de los conservadores de Colombia. Les pido de la manera más cordial que en adelante, cuando haya que reflexionar y buscar soluciones a los problemas más acuciantes del país, cierren la boca y ahorren tiempo a quienes tienen iniciativas. A pesar de su silencio, siempre sabremos con exactitud en qué consiste lo que “proponen”: en conservar el deleznable estado de cosas imperante.

Twitter: florezjose

27 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (III)

Es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.

La principal dificultad que plantea la noción de “Estado fallido” es su ambigüedad. El hecho de que no existe una definición universalmente aceptada del término redunda en su inutilidad descriptiva. Dada la profusión de definiciones pergeñadas por la academia, resulta obvio el problema que entraña el hecho de que quienes imponen esta etiqueta a los países no están de acuerdo sobre su contenido.

Robert Rotberg, el autor que más se ha esforzado por elaborar un marco analítico preciso de los parámetros a tomar en cuenta para medir la debilidad estatal, menciona dentro de los indicadores que caracterizan un Estado fallido (que él define ampliamente como “un Estado en anarquía”) variables tan diversas como: guerras civiles caracterizadas por una violencia que perdura, falta de armonía entre las comunidades, pérdida del control de regiones periféricas ocupadas por grupos al margen de la ley, crecimiento de la violencia criminal, instituciones defectuosas, deterioro o destrucción de la infraestructura, sistemas educativo, médico y social informalmente privatizados, corrupción rampante, declive del PIB, aumento de la inflación y pérdida de legitimidad.

Ni hablar de la metodología aplicada por el Fondo para la Paz y la revista Foreign Policy para elaborar anualmente el “Índice Global de Estados Fallidos”, que aglomera 41 distintos indicadores sociales, económicos y políticos del fracaso estatal, agrupados en 12 categorías, a saber: presiones demográficas, movimiento masivo de refugiados o desplazados internos por la violencia, historia de grupos ofendidos por injusticias recientes o pasadas, fuga de capital humano crónica y sostenida, declive económico, desarrollo económico desigual, criminalización y deslegitimación del Estado, deterioro progresivo de los servicios públicos, violación de los derechos humanos, operación del aparato de seguridad como un “Estado dentro del Estado”, exclusión política institucionalizada e intervención externa.

Resulta difícil entender cómo una categoría que engloba indicadores tan diversos puede aplicarse simultáneamente para describir países con problemas tan diferentes como Colombia, Costa de Marfil, Irak, Corea del Norte e Indonesia, que fueron incluidos en la lista de Estados en vías de fracaso (failing states) elaborada por Rotberg en 2003.

Debido a la plétora de conceptualizaciones sobre el Estado fallido, subsiste la discusión en torno a los componentes esenciales del fracaso estatal y cuáles de sus indicadores deben tener un peso superior al momento de medirlo. Por esta razón, el acuerdo entre todas las definiciones disponibles hoy permite identificar apenas un “núcleo duro” mínimo weberiano del concepto, compuesto por dos elementos: la pérdida del control del territorio y del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Una opción, por lo demás, en perfecta correspondencia con la presión internacional para fortalecer el ámbito de seguridad y defensa, las dos prioridades de la Guerra contra el terrorismo.

No obstante, esta definición estrecha centrada en el control del territorio y el monopolio de la violencia, plantea tres problemas. El primero es que resulta imposible de medir: ¿cómo saber cuándo un Estado en situación de disputa interna por su territorio lo controla en su totalidad, o qué partes de él? No existe procedimiento para averiguarlo con exactitud. En el caso colombiano, el “Programa de Derechos humanos y DIH” de Presidencia de la República realiza mapas anuales donde ilustra la “intensidad” del conflicto por zonas, en términos del número de ataques militares realizados cada año por la subversión. Pero estos mapas no consiguen medir con exactitud la dimensión territorial de la guerra puesto que los actores armados, en especial las guerrillas son, además de clandestinos, bastante móviles, casi nómadas, según van cambiando los equilibrios del conflicto. De otra parte, sus ofensivas no siempre coinciden con su asentamiento territorial rural y a veces consisten en ataques terroristas urbanos.

El segundo problema de esta definición es que no aporta nada nuevo al conocimiento del comportamiento estatal porque coincide con la de “estado de guerra interior”, una categoría tan vieja como el Estado mismo. Una versión aún más reducida fue la adoptada por el “State Failure Task Force Report” en 1998, que identificó las hipótesis de Estado fallido con los escenarios de “guerra civil”, donde las instituciones centrales se debilitaban tanto que su control y autoridad ya no iba más allá de la capital. Sin embargo, tanto los Estados pueden fracasar sin que haya existido guerra interna (Albania en 1997), como las guerras internas tener lugar en países que no han fracasado, situación de la cual Colombia es un buen ejemplo.

Y el tercer problema es que el énfasis en las funciones estatales de defensa y seguridad que propicia esta definición, puede conducir a la implementación de políticas públicas irracionales e inconvenientes a largo plazo para el país estigmatizado. En efecto, una agenda estatal centrada en la seguridad es uno de los mayores peligros del concepto de Estado fallido puesto que, aunque la seguridad es conditio sine qua non del desarrollo y la legitimidad sostenibles, las presiones externas que privilegian ciegamente las capacidades estatales coercitivas sin atender a las particularidades del contexto, pueden terminar por favorecer la construcción de Estados abusivos, militarizados, depredadores, violadores de los derechos humanos e ilegítimos, tal como ocurrió anteriormente, debido a la política exterior de Estados Unidos en el Caribe y Centroamérica, en la Nicaragua de los Somoza y durante las dictaduras de los Duvalier en Haití y Fulgencio Batista en Cuba.

Por esta razón, el “redescubrimiento” del Estado que tuvo lugar durante la última década con el impulso de la debilidad y el fracaso estatal como paradigmas de interpretación de la acción pública, debe ubicarse en el contexto de la era post 9/11, es decir, de la Guerra contra el terrorismo, donde la principal preocupación no es la incapacidad de los Estados débiles para suplir las necesidades de sus propios ciudadanos, sino el afán de proteger los intereses, las poblaciones y las instituciones de los países más ricos, que quieren imponer a los primeros su agenda para protegerse de las amenazas que los afectan directamente.

Durante los últimos ocho años, Colombia se convirtió en un caso paradigmático de materialización en distintos campos del peligro que supone una agenda estatal focalizada en el aumento de la capacidad de coerción. Un ejemplo nítido de cómo una política pública obcecada por recuperar el control del territorio y la seguridad (Seguridad Democrática), si bien significó una avanzada en la guerra contra los grupos armados ilegales, también entrañó un excesivo gasto en defensa que se tradujo en la militarización del Estado, el aumento de las violaciones a los derechos humanos por parte de la fuerza pública (falsos positivos) y un deterioro de los indicadores sociales.

La obsesión por obtener resultados en el área de defensa convertida en bandera electoral, sin duda en consonancia con el discurso internacional de los Estados fallidos y la Guerra contra el terrorismo, llevó a Álvaro Uribe a la Presidencia de Colombia durante el período 2002-2006 y le permitió reelegirse para un segundo (2006-2010) con el argumento de que necesitaba más tiempo para ganar la guerra.  La bonanza económica del país le permitió aumentar el número de soldados de 160.000 en 2002 a 254.300 en 2008 (y en general el pie de fuerza de 260.000 efectivos a 445.000), incrementando paulatinamente el gasto en defensa hasta alcanzar un pico de 5,7 por ciento del PIB en 2008 según las cifras oficiales, y del 6,5 por ciento según cálculos independientes, el mayor porcentaje en América Latina, superado en el mundo durante el período 1998-2007 apenas por Israel, Burundi y Turquía.

La evolución del debate a propósito de los Estados fallidos sugiere la urgencia de problematizar el rol que ha jugado un concepto que primero ingresó en la agenda académica, luego fue instrumentalizado por la agenda política internacional imperante para imponer indiscriminadamente una misma etiqueta a Estados que enfrentaban dificultades muy diversas, y finalmente terminó convertido en uno más de los confusos componentes dialécticos de la Guerra contra el terrorismo.

El “mito político”, entendido como “el proceso continuo de trabajo en una narrativa común por medio del cual los miembros de un grupo social pueden proveer significado a sus condiciones y experiencia política” (Bottici y Challand, 2006), está siempre presente en el diálogo por el cual una sociedad construye su percepción de la “realidad” política. En otras palabras, en realidad, los hechos no hablan por sí solos.

En un artículo reciente, gracias al estudio de cincuenta documentos oficiales de la administración Bush en los que analiza la recurrencia con que aparecen algunos “gatillos lexicales”, Joanne Esch demuestra el impresionante impacto que dos mitos políticos estadounidenses tradicionales (el mito del “excepcionalismo americano” y el de “civilización Vs. barbarismo”), tienen en el material argumentativo utilizado para legitimar y normalizar la retórica de la Guerra contra el terrorismo.

Está por investigarse -pienso que con un resultado previsible- utilizando una metodología similar, tanto en Estados Unidos como en los países periféricos que siguen con obediencia sus recomendaciones en materia de seguridad (Colombia entre los primeros de la lista), si los dos mencionados relatos  hacen también parte de los mitos políticos que legitiman el discurso de los “Estados fallidos”. Y si éstos, a su vez, conforman la panoplia de argumentos que hoy soportan las políticas impositivas propias de la War on Drugs y las intervenciones preventivas de la War on Terror, es decir, en buen castellano, de las guerras a favor de los intereses económicos y geopolíticos del gobierno de Estados Unidos. En la “Estrategia de Seguridad Nacional” presentada en mayo de 2010 por el Presidente Obama, “fortalecer los Estados débiles y fallidos” aún figura como una de las prioridades estadounidenses para “promover un orden internacional justo y sostenible”.

En definitiva, es muy probable que los Estados fallidos hagan parte de los conceptos exitosos para Estados Unidos, pero académicamente fallidos, además de políticamente nocivos para el resto de los países.

14 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (II)


Antes que un ideal tipo estático, el Estado es un proyecto global y por ende un problema en permanente construcción histórica, similar a la democracia y el capitalismo liberal.


El péndulo histórico del fracaso estatal

La  debilidad y el fracaso del Estado-nación como modelo asociativo no son fenómenos nuevos. No lo fueron en sus inicios, cuando el Estado nacional debió competir con los “imperios preceptores de tributos” y los esquemas de “soberanías fragmentadas” (ciudades-estado y federaciones urbanas) para imponerse como sistema de organización humana prevalente en el mundo. Ni tampoco dejaron de serlo después de la firma en 1648 de la Paz de Westfalia, hecho que se considera el mojón histórico que marcó la consolidación del Estado moderno y el inicio del sistema interestatal europeo basado en el concepto de soberanía nacional. Tanto guerras (“motor de la formación y transformación del Estado”, según Charles Tilly), como invasiones, anexiones, implosiones y secesiones se siguieron produciendo y el número de Estados multiplicando.

En 1914, después de la caída de los imperios austro-húngaro y otomano, se contaban 55 Estados. En 1919, el fin de la Gran Guerra dejó un saldo de 59. En 1950, aumentó el número a 69. En 1970, con la independencia de buena parte de África, había 90 Estados. Con la independencia de otros territorios africanos, asiáticos y oceánicos y la implosión de la Unión Soviética en 1991, el número se elevó a 191. En la actualidad, tras la independencia de Timor Oriental en 2002, existen 192 Estados.

En 2006, Chomsky publicó un libro (Failed States: The Abuse of Power and the Assault on Democracy) bastante audaz donde argumentó que Estados Unidos presentaba varias de las características de un Estado fallido, entre ellas la incapacidad o falta de voluntad de su gobierno para proteger a sus ciudadanos de la violencia, el peligro incluso de propiciar con su política exterior su destrucción, la tendencia a actuar con desconocimiento de la ley internacional creyéndose libre para agredir a otros países sin legítima justificación y el delicado déficit democrático resultante de todo lo anterior que privaba a sus instituciones, formalmente democráticas, de verdadera sustancia. En Latinoamérica, la más reciente víctima de este versátil estigma fue México, a causa de la escalada violenta generada por el narcotráfico en el norte del país; situación por la que ya atravesaron en la región Argentina en 2002 debido a la crisis económica y, según el Índice Global de Estados fallidos, Colombia y República Dominicana en 2005 (en la región Caribe, Haití se considera un Estado estructuralmente fallido desde que se realiza esta medición).

Europa, el laboratorio de creación, consolidación y luego exportación del Estado moderno al resto del mundo, tampoco ha permanecido ajeno a los avatares de la debilidad estatal. Francia fue un Estado colapsado durante el régimen de Vichy, incapaz de garantizar el control del territorio frente a la ocupación nazi; Italia en la década de 1970, cuando las mafias de Calabria y Sicilia llenaban de drogas, carros-bomba, secuestros y muertos las calles de Nápoles y Palermo; España, durante el gobierno de Franco, como cualquier Estado sumido en una dictadura, fue fracasado desde el punto de vista del respeto por las libertades individuales.

Ni siquiera hoy los problemas están resueltos para el primer mundo. Un análisis concienzudo de la situación económica actual en Grecia, Irlanda, Portugal, España y, en general, de la viabilidad del euro a mediano plazo como moneda común de la Unión Europea, y tal vez de ella misma a largo plazo como el proyecto asociativo supraestatal más ambicioso que registra la historia, no arroja resultados muy alentadores. Una mirada al sistema de salud estadounidense (recomiendo al efecto ver el documental de Michael Moore que salió en 2007, Sicko) antes de la reforma estructural impulsada por Obama, que hoy quieren deshacer los republicanos, lo ubicaría en el podio de Estados socialmente fracasados.

Colombia, un país que vivió la mitad de los años del siglo XIX y sesenta de los cien años del XX inmersa en algún tipo de guerra, sin duda ha conocido múltiples períodos de fracaso estatal. Paul Oquist documentó el “colapso parcial” que sufrió el Estado colombiano durante el desangre humano y el derrumbe institucional que supuso la época de “La Violencia” (1948-1958). Igual ocurrió  durante la llamada “doble guerra” que libró el Estado colombiano en la década de los ochenta contra el narcoterrorismo del Cartel de Medellín y la fugaz unión de todos los grupos guerrilleros en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar.

Antes que solución, los grandes problemas tienen historia. El Estado, como cualquier gran proyecto humano, lleva ínsito el riesgo de su fracaso. De ahí que Jeffrey Herbst (2004) sostenga con razón que los Estados “tienden a fracasar”. La circulación de los Estados por el continuo fortaleza-debilidad es temporalmente dinámica. Cualquier Estado, en ciernes o consolidado, sigue siendo un programa irrealizado que corre permanentemente el riesgo de fortalecerse o debilitarse.

El Estado no es un ideal tipo estático e invariable, sino un proyecto global y por ende un problema en permanente construcción histórica, similar a la democracia y el capitalismo liberal. Sin duda, la situación de Somalia no es la misma de Suecia, pero ambos presentan fortalezas y debilidades diferenciadas: a pesar de contar con los mejores índices de desarrollo humano, los países nórdicos tienen la tasa de suicidios más alta del mundo, ¿habría que crear entonces la nueva categoría de los “Estados suicidas”? Después del WikiLeaks Cablegate desatado en noviembre pasado, ¿no es Estados Unidos un Estado “diplomáticamente fallido”? 

4 feb 2011

¿Estado o concepto fallido? (I)



Un análisis serio de la debilidad estatal debería tomar en consideración indicadores políticos, económicos, sociales y culturales para medir en forma integral el desempeño del Estado.

En 1993 aparece en el campo académico estadounidense un nuevo concepto. Se trata de la noción de "Estado fallido" que, junto con otras etiquetas como la de país “subdesarrollado”, “tercermundista”, “pseudodemocrático”, “narcodemocrático”,   “totalitario”, “autoritarista”, “descertificado”, “terrorista”, “paria”, “rebelde”, viene a engrosar la lista de los peores estigmas internacionales que puede sufrir una nación. Incluso desde antes, a partir de parámetros disímiles de medición de la descomposición del aparato estatal, algunos países, en especial del África, habían empezado a ser catalogados en la comunidad científica como “cuasi-Estados” (Jackson, 1987), y luego como “Estados sombra” (Reno, 2000), “Estados premodernos” (Cooper, 2002), “áreas sin ley” (Cirino, 2002), “Estados dentro del Estado” (Kingston y Spears, 2004), entre otros.

Después de los ataques del 11 de septiembre, el debate adquirió relevancia geopolítica mundial. En la Estrategia de Seguridad Nacional presentada por el Presidente Bush en septiembre de 2002, los Estados débiles y en vías de fracaso fueron considerados una “amenaza” mayor para la seguridad de Estados Unidos que aquellos con pretensiones de expansión. Desde entonces, el fracaso estatal dejó de ser una mera categoría académica para convertirse en un indicador que repercute en el tratamiento que reciben los Estados en la comunidad internacional por parte de gobiernos, organizaciones multilaterales, tanques de pensamiento, universidades y académicos, al tiempo que determina y justifica propuestas de intervención.

Pero, ¿qué es un Estado fallido? La función primordial de todo Estado es proveer bienes políticos a sus ciudadanos. Bienes que determinan el contenido del contrato social que justifica su existencia y cuya definición depende de la concepción estatal que se adopte. Así, desde la perspectiva de Weber, el Estado se define como aquel que tiene el “monopolio legítimo de la violencia”, es decir, básicamente la entidad que controla un territorio y garantiza dentro de él la seguridad y la aplicación del Derecho. Por su parte, una mirada contractualista del Estado (Hobbes, Locke, Rousseau) permite valorar su grado de éxito por los orígenes (legitimidad) y el nivel de justicia social (Rawls) que garantiza. En esta medida, los indicadores económicos y sociales adquieren tanta relevancia como los jurídicos y políticos. A su vez, una concepción estatal jurídica internacionalista (Kelsen, Carré de Malberg, Jellinek, Heller) hace énfasis en el reconocimiento internacional de la soberanía nacional del Estado como su elemento definitorio esencial, de modo que países hoy no reconocidos por la ONU o “pseudoestados” (Palestina, Kosovo, Puerto Rico, República del Norte de Chipre) no sólo serían fracasados sino que carecerían de su carácter de tales.

Por otra parte, según el campo del conocimiento desde el que se avance, el análisis de la debilidad estatal dará prioridad a distintos tipos de indicadores: un economista no dudará en considerar el ingreso per cápita, la inflación, la  tasa de desempleo o el índice de desarrollo humano como indicadores críticos; mientras un politólogo privilegiará el control del territorio, la aplicación del derecho, la legitimidad de las instituciones o la estabilidad del régimen.

En suma, un análisis serio de la debilidad estatal debería tomar en consideración y ponderar, de acuerdo con el contexto, diversos parámetros (políticos, económicos, sociales, culturales) para medir el grado de éxito estatal, medición que siempre arrojará una ubicación en la línea históricamente oscilante de fortaleza-debilidad, y dependerá, por supuesto, de la prelación que se le dé a cada uno de los aspectos de la acción estatal.

El tránsito de Colombia por el muro de la vergüenza en materia de precariedad estatal ha sido dramático. En lo que va del siglo se le ha catalogado de Estado “en vías de fracaso” (Mason, 2000), “débil” (McLean, 2002) y “parcialmente colapsado” (Pizarro 2004). En 2005 la revista Foreign Policy y el Fondo para la Paz encendieron aún más las alarmas con la publicación del primer Índice Global de Estados fallidos donde Colombia figuró en el puesto 14 como un Estado fracasado, en el mismo margen ”crítico” de descomposición y peligro inminente de colapso que países como Sudán (puesto 3), Irak (4), Somalia (5), Haití(10) y Afganistán(11).

Desde entonces, el nivel de alarma en el mencionado índice que se publica anualmente ha venido descendiendo: en 2006 el país apareció en el puesto 27 (aún en peligro), en  2007 en el 33, en 2008 en el 37, en 2009 en el 41, hasta ubicarse el año pasado en la casilla 46, ya por fuera de la zona de peligro (ahora en la zona gris o borderline). 

Recientemente, el ex Presidente Uribe y el Presidente Santos, el primero en una conferencia que dictó en la Universidad de Oxford el 20 de septiembre de 2010, y el segundo en una que dio en Nueva York dos días después, utilizaron la misma fórmula para hablar del país: “Colombia: de Estado fracasado a estrella emergente”.

De manera que ahora somos “una estrella emergente”. Sin duda, una estrella emergente del desempleo: el más alto del subcontinente en 2009 (13%) y 2010 (12,4%), según la Comisión Económica para América Latina (CEPAL); la desigualdad: con un coeficiente de Gini nacional de 0,578 Colombia fue el país más desigual de América Latina en 2009 y, según el Informe sobre Desarrollo Humano 2010 de la ONU, la “pérdida en desarrollo humano potencial debido a la desigualdad” sigue siendo altísima (28.6%); la corrupción: puesto 78 entre 178 en el mundo y 10 entre 18 del contexto latinoamericano, según el índice de Transparencia Internacional; los desplazados por la violencia: con un récord mundial imbatible (superando a Irak y Afganistán) de tres millones setecientos cincuenta y ocho mil personas desplazadas por la violencia, según las últimas cifras disponibles del ACNUR y el CODHES; y ahora también de damnificados por las inundaciones y el invierno: más de dos millones y una reconstrucción del país por hacer que se estima que costará doce billones de pesos.

Aunque es cierta la avanzada del Estado en términos de recuperación del territorio frente a las guerrillas (no así en términos de seguridad, según los últimos índices de violencia urbana), la supuesta “desmovilización” paramilitar que tuvo lugar durante el gobierno de Uribe ha sido recientemente desvirtuada por la emergencia de los “neoparamilitares” y las Bacrim. Los resultados en seguridad se han visto además gravemente empañados por el deterioro de los demás indicadores sociales y económicos que, finalmente, son el costo directo que hoy paga el país por haber invertido (¿dilapidado?) una porción cada vez mayor del PIB en defensa hasta alcanzar un pico del 6 por ciento en 2008.

Todo esto sin hablar del costo en términos de debilitamiento institucional que supusieron los dos últimos gobiernos, convirtiendo a Colombia en un “Estado Alterado” (García y Revelo, 2010) debido al tránsito en varias regiones del país del clientelismo que tradicionalmente lo había caracterizado a una captura frontal de las instituciones por parte de las estructuras mafiosas y paramilitares: hoy una tercera parte de los funcionarios de elección popular que gobernaron durante la última década están procesados por “parapolítica” (Claudia López, 2010).

20 ene 2011

Sobre el "periodismo ideológico" (Columna Semana)


No se trata de no tomar partido sino de convertir en método el esquivar embutidos seculares de interpretación dicotómica de cualquier realidad, necesariamente multidimensional y compleja.

Un amigo sostiene que “ideológicamente hablando, El Tiempo es el periódico de la derecha a secas del país, El Espectador de la centroderecha y Semana es la revista del «extremo centro», como diría Enrique Santos Calderón”. Se pregunta a continuación mi amigo, César Nova: “¿Y la izquierda? Hace falta un periodismo de izquierda -no sectario- en el país. Algo así como lo que fue la revista Alternativa en sus tiempos, ¿no?”.

-No. Hace falta más periodismo y menos ideología- le respondo.

“Las ideas tiranizan al que tiene pocas” escribió Nicolás Gómez Dávila, él mismo tiranizado por su reaccionarismo recalcitrante. Pero creo que aun así acertó.

Gran periodista, gran científico social y gran pensador en general es quien no se deja esclavizar por ninguna ideología. Quien, a pesar de sí mismo y sus inevitables prejuicios (en términos de su permanente reelaboración, claro) prefiere permanecer fiel a la búsqueda de alguna “verdad” (en términos de su permanente reelaboración, también). En el campo científico social, Chomsky es un buen ejemplo de cómo esta aspiración en el pensamiento de alto nivel es tan imprescindible como irrealizable en forma absoluta. Quienes lo reivindican como un “intelectual de izquierda” (menudo contrasentido) están tan perdidos como quienes consideran a Jean-François Revel uno “de derecha”. Pierre Bourdieu, el gran sociólogo francés, modelo de intellectuel engagé durante sus últimos años, en un texto publicado póstumamente reconoció con gallardía que aunque intentó escapar a su ascendente político socialista durante su vida académica, nunca lo logró del todo. Pero al menos lo intentó.

Más recientemente Edgar Morin, el defensor del “pensamiento complejo”, publicó un libro donde, quizás sin quererlo, se declaró de izquierda al tiempo que la refutó: “Mi izquierda” (François Bourin Editeur, 2010) se titula el ensayo donde pretende resucitar una izquierda enteramente subjetiva, o sea, irreductible a “la” izquierda.

Volviendo al periodismo, que también es una ciencia social (incluido el “de opinión”, al menos el digno de su nombre), en Francia Le Monde Diplomatique es paradigmático de cómo un “intelectual ideólogo” (Ignacio Ramonet fue su director entre 1990 y 2008) convirtió un medio respetable en un pasquín impotable. En Colombia, El Tiempo, antes que un medio “de derecha” es hoy un instrumento de propaganda al servicio de un grupo económico claramente definido. El Espectador me parece el ejemplo más claro de diario crítico e independiente, con los límites que plantean ambos adjetivos, por supuesto.

Se suele confundir “periodismo crítico” con “periodismo ideológico” (¿acaso existe este último?). No se trata de no tomar partido sino de convertir en método el esquivar embutidos seculares de interpretación dicotómica de cualquier realidad, necesariamente multidimensional y compleja. Para ponerlo en otras palabras: se trata de no “reproducir” ninguna ideología sino forjarse una propia. De no ser un editorialista, columnista o reportero de izquierda o derecha, neoliberal o socialista, sino conseguir escapar a la prisión que significa cualquiera de esas etiquetas para el pensamiento. De esforzarse por pensar y problematizar todos esos rótulos que más que conceptos descriptivos son armas ideológicas con escaso poder explicativo. En suma, de desmarcarse de cualquier esquema maniqueo de interpretación de la realidad.

El escenario natural de las ideologías son los partidos y la política, no el periodismo ni las ciencias sociales. No es que el periodismo logre ser “neutral” u “objetivo”. Epistemológicamente no puede serlo puesto que los periodistas son seres humanos con sentimientos y creencias, y todo objeto al ser observado viene determinado por el sujeto que lo observa. Pero sí debe aspirar y luchar por ello para gozar de  credibilidad, intentar ubicarse por fuera del espectro ideológico tradicional, o de lo contrario se convierte en un simple aparato de reproducción de la propaganda política.

En esta revista, por ejemplo, el columnista que mejor escribe es también el que de corriente resulta periodísticamente menos lúcido. Antonio Caballero, que nos deslumbra con su envidiable sintaxis y sus escritos sobre arte (el campo por definición de la subjetividad), ha sostenido desde hace tiempo y sin reservas su militancia de izquierda, que se traduce en un sesgo insalvable que frustra casi siempre la posibilidad de acierto en sus análisis e impide cualquier evolución o sorpresa en su pensamiento. No exagera cuando dice que lleva años escribiendo la misma columna.

Se fue Alfredo Rangel y con él, además de un pésimo columnista, un talentoso prestidigitador del sofisma: ¿ustedes imaginan el talento dialéctico erístico que se requiere para defender a capa y espada durante años un adefesio como el proyecto político uribista?

Situaciones similares (aunque nunca en grado tan extremo) tuvimos anteriormente con María Isabel Rueda y Rafael Nieto, quienes aunque conformaban la minoría uribista de los columnistas, eran según la opinión generalizada el esfuerzo de la revista por mantener el “equilibrio ideológico”. No creo en dicho equilibrio en materia periodística. Para mí, el periodista profesional y serio, más allá de profesar ideologías políticas o comprometerse con algún gobernante, debe ser intelectualmente insobornable: ponerse por encima de ellos en la forma como argumenta, desafiando a diario todas sus creencias políticas cuando embiste un nuevo problema, en aras de la inalcanzable “verdad”.

Aplaudo la llegada a la revista de León Valencia, una voz seria y ponderada en sus libros, sus estudios en la Corporación Nuevo Arco Iris y sus anteriores columnas en El Tiempo (¿me estoy refutando? No, nada hay tan malo que no tenga algo bueno. En El Tiempo también hay muy buenos columnistas). Alguien “comprometido” ya no con la izquierda armada sino con la búsqueda de la “verdad” periodística y la ”verdad” científica, como debe ser en su actual doble calidad de periodista e investigador social.

Para terminar, quiero agradecer la posibilidad de expresar mis propios prejuicios en contra de los prejuicios de otros sobre los parámetros de valoración de la calidad del periodismo de opinión. Cabe recordar, nuevamente con Gómez Dávila, que “el prejuicio de no tener prejuicios es el más común de todos”.

Candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II Panthéon-Assas
Twitter: florezjose