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30 ago 2010

Las corridas: un caso difícil



Hoy la Corte Constitucional decidió por 6 votos contra 3 que las corridas de toros, las riñas de gallos, el coleo y las corralejas siguen siendo constitucionales en Colombia, aunque en forma condicionada. El caso, como lo analizamos en una columna publicada en Semana.com era particularmente difícil, pues admitía una doble interpretación racional desde la perspectiva de la hermenéutica constitucional. La Corte estimó que en esta colisión constitucional entre los derechos de los animales, en especial a no ser maltratados, y el patrimonio cultural que constituyen las corridas, este último debe primar. En mi columna sostuve que a pesar de que considero las corridas un arte ancestral de inmensa riqueza estética, puedo apreciarlas e incluso disfrutarlas (no en razón de la tortura del toro sino del despliegue artístico en general de la "fiesta brava"), de haber estado en mis manos el fallo las habría prohibido porque "encuentro legítima la aspiración de eliminar toda forma de violencia innecesaria contra los seres vivos y defiendo la existencia de la dignidad de los animales".
Sin embargo, los magistrados decidieron privilegiar el valor cultural, aun en contra de la opinión del 78% de los colombianos. Hoy Dworkin no debe estar muy contento.

Los dejo con la columna.
No considero bárbaro a alguien que, con razones y argumentos, defienda una línea de pensamiento distinta de la mía. Por el contrario, le estaré siempre agradecido por enseñarme que el mundo tiene varias caras.


Lévi-Strauss sostuvo que bárbaro es en primer lugar quien cree en “la barbarie”. Es decir, quien considera bárbaros a los que piensan y se conducen distinto de él. Pienso que ha ocurrido con la mayoría de opiniones frente a la decisión que debe tomar la Corte Constitucional sobre si prohibir las corridas de toros, discusión donde ha primado el acaloramiento por encima de la reflexión.

Es muy fácil decirle salvaje a quien no comparte nuestra visión del mundo. Los amantes de la fiesta taurina catalogan a sus detractores como incultos e insensibles (no es chiste: insensibles a la estética taurina); y éstos a su vez no bajan a los primeros,  justamente, de “bárbaros” porque disfrutan y consideran una “fiesta” la tortura pública de un animal puesto en desventaja. 


Y sí, la corrida de toros es tortura de animales, pero es mucho más que eso. También es una fiesta “brava”, y un arte de los más ricos en despliegue estético, gústenos o no. ¿Cómo puede ser arte el sufrimiento, la muerte, la violencia? La literatura de Georges Bataille, la pintura de Picasso (evoquemos apenas el Guernica), la música de Beethoven, Wagner y Orff (recordemos su Carmina Burana), la arquitectura de Gaudí, la ropa de Jean-Paul Gaultier, el cine de Tarantino o las artes marciales en general, cuyo insumo fundamental es la violencia (el cuento de que cultivan el pacifismo es sólo publicidad), podrían responder esta pregunta mucho mejor que yo. 

Pero no ocurre sólo con las corridas de toros. Los casos difíciles son frecuentes en el quehacer judicial de los tribunales constitucionales que, en el Estado moderno, son los encargados de zanjar en concreto los grandes debates que el carácter abierto de las cláusulas constitucionales y la labor del legislador, no consiguen prever en abstracto. Una responsabilidad mayor que exige, además de gran preparación jurídica, un sentido histórico, filosófico y político afilado: por la trascendencia de sus fallos, la magistratura de las cortes constitucionales debe reservarse para los más grandes juristas de un país. 



Veamos apenas algunos ejemplos. La burka que portan algunas mujeres musulmanas. Una barbaridad intolerable para Occidente, símbolo del sometimiento de la mujer, que atenta contra los más elementales derechos humanos y su salud mental e incluso física. “Si quieren venir a disfrutar de nuestro primer mundo deben respetarlo e integrarse”, gritan furiosos los nacionales europeos, mientras en Bélgica, Francia, Italia, Holanda y Luxemburgo ya está vedado su uso en lugares públicos.
 


Pero la burka, el niqab y el velo también son expresiones de la libertad religiosa. De la libertad de profesar y exteriorizar el culto que se escoge o, como ocurre la mayoría de veces, que desde pequeños se nos impone (por idiota que sea). Y autorizar su uso en público es un signo de tolerancia frente a las creencias del otro, de aceptación de la divergencia y por lo tanto un buen comienzo del camino hacia la verdadera “integración” (porque lo contrario, la “uniformización” mediante la supresión de la diferencia, es exactamente su negación). 



Sarkozy quiere quitar la nacionalidad francesa a los extranjeros nacionalizados que delincan, algo que a primera vista luce razonable cuando éstos defraudan la confianza del país que los acogió con generosidad. Sin embargo, ¿qué objeto tenía otorgarles la nacionalidad si era sólo para seguirlos tratando como ciudadanos de segunda categoría? ¿Acaso un “verdadero” francés deja de serlo porque se vuelve criminal? No, simplemente va a la cárcel. 


En Venecia, un gondolero ofrece sin recato un paseo de 40 minutos por 80 euros, la tarifa oficial. Un francés se ofende y le dice ladrón mientras un estadounidense se precipita feliz con su esposa sobre la glamurosa embarcación. En términos prácticos los gondoleros son una mafia, al estilo siciliano, a la que sólo se puede acceder siendo italiano (hay apenas 425 licencias para ejercer el oficio, que cuestan alrededor de 300 mil euros, cada una). Una alemana, Alexandra Hai, intentó durante diez años ingresar al gremio, que hasta hace poco era exclusivo de los hombres, pero sólo consiguió hacerlo en forma marginal trabajando para tres hoteles en medio de los insultos de sus colegas, hasta que intervino un tribunal para que al menos la respetaran mientras navegaba. Posteriormente, en 2009, Giorgia Boscolo se convirtió en la prima donna gondoliere a Venezia en forma oficial, quedando claro que ya no se trataba de una discriminación de género sino sólo regional. 



Ni qué decir cuando se tocan lugares sacrosantos de la Iglesia católica, como su concepción medieval de familia. En Latinoamérica, Uruguay y Argentina legalizaron el matrimonio gay. El Tribunal Superior de Justicia brasilero acaba de ir más lejos permitiendo la adopción por parejas homosexuales. 



¿Quién tiene la razón? La respuesta es fácil: quien los magistrados decidan. Que debe ser, en términos de Dworkin, quien mejor se sintonice con la concepción filosófico-política del contexto histórico, temporal y espacial, en examen. En Roma ya no existe el Circo, ni los gladiadores, y no dudo de que su combate a muerte pudo ser un espectáculo tan artístico como sangriento hasta cuando los romanos “se civilizaron”. Pero ¿cuándo fue eso? Y más difícil, ¿cómo pueden unos jueces “civilizar” un pueblo? Mediante un ejercicio de argumentación, por supuesto, que se materializa sin embargo en un acto de poder: la sentencia de tutela o constitucionalidad, en el caso colombiano. 



El juez deseable no es aquel mentiroso que dice fallar “en derecho” porque encontró “la” solución para el caso (ser sobrehumano que el mismo Dworkin denomina metafóricamente juez Hércules). Al contrario, es quien entiende y reconoce que fallar en derecho significa esencialmente moverse dentro de un margen argumentativo que admite múltiples soluciones, algunas más plausibles que otras. Y el aplaudímetro varía en función del contexto: en medio de aplausos catalanes y del rechazo del gobierno español, el 28 de julio pasado el Parlamento de Cataluña prohibió las corridas a partir de 2012, convirtiéndose en la segunda comunidad autonómica, después de Canarias, que se atreve a hacerlo en la cuna histórica de la lidia. En otras palabras, en materia judicial el verbo “fallar” tiene también la segunda acepción que le reconoce el diccionario: equivocarse, acusar falibilidad. 



Si estuvieran en mis manos estos fallos prohibiría las corridas a pesar de que entiendo su valor estético y puedo disfrutarlas, porque encuentro legítima la aspiración de eliminar toda forma de violencia innecesaria contra los seres vivos y defiendo la existencia de la dignidad de los animales; no proscribiría la burka, el niqab ni el velo, no porque me parezcan utensilios admirables (soy adicto a los escotes) sino porque su interdicción, que afecta sólo a un grupo minoritario en Europa, resulta contraproducente: los esposos de estas pobres mujeres ya no las dejan salir ni a la esquina (¿o también les vamos a impedir que se casen?); le quitaría la nacionalidad a Sarkozy por xenófobo, para ver si lo reciben con su misma munificencia en algún otro país (espero que no lea esta columna porque me expulsaría del territorio francés); dejaría que se continúe estafando a turistas pudientes y felices pero incentivando la entrada al oficio de más mujeres, antes que presenciar la invasión de los canales de Venecia por gondoleros obesos atragantados con hamburguesas de McDonald’s; y permitiría a los homosexuales no sólo el matrimonio y la adopción, sino además el sacerdocio, la carrera militar y el ejercicio de cualquier otra profesión loca o derecho reservado a los heterosexuales.

Empero, no considero bárbaro a alguien que, con razones y argumentos, defienda una línea de pensamiento distinta de la mía. Por el contrario, le estaré siempre agradecido por enseñarme que el mundo tiene varias caras. 


2 Comments:

Alexander said...

Que buen articulo. Creo que los leere todos.
Se necesita ese pensamiento crítico para dejar de ser esos borregos y proponer nuevos puntos de vista y sobre todo alejarse del poder y empezar a ser seres autonomos (por lo menos hasta donde podamos).

Esto es un acto pólitico. José Fernando Gracias por lo hacerme entender esto y alejarme un poco más del atolondramiento masivo.

José Fernando Flórez said...

Gracias Alex por tu generoso comentario. Saludos.