Desde un punto de vista humanista, el conservadurismo es, nada menos, la negación de la perfectibilidad del hombre y todas sus creaciones, entre ellas las instituciones.
No voy a referirme en esta columna al despropósito de querer salvar “vidas”, científica y filosóficamente en discusión, es decir “embriones”, a costa del sacrificio de mujeres en situación de riesgo físico y psíquico: ¿qué clase de eunuco mental podría exigirle a una mujer cuya vida peligra por un embarazo ectópico, o cuya gravidez es el resultado del ultraje a su cuerpo, que se reproduzca?
Tampoco hablaré del exabrupto que significa discutir si la familia la conforman un hombre y una mujer, una mujer y una mujer, un hombre y un hombre, una mujer y dos hombres, dos mujeres y un hombre, tres hombres y un bebé -como en la película- o cualquiera de los anteriores más una mascota: ¿a quién importa en qué consista la familia mientras se proteja la igualdad patrimonial ante la ley de las parejas homosexuales?
Ni mucho menos disertaré sobre el desaguisado que supone ignorar más de dos décadas de estudios, desde la perspectiva de la evaluación de políticas públicas, que demuestran el fracaso rotundo de la mal llamada “guerra contra las drogas” y su prohibición: ¿a alguien interesa si en realidad la “mata mata”, cuando la política para “combatirla” sí mata cada año miles de personas y dilapida miles de millones de dólares que podrían invertirse en salud y educación, esta sí útil para reducir el consumo de las drogas más nocivas?
Todas estas son obviedades, cosas que cualquier persona con un mediano uso de su facultad de raciocinio podría entender.
No voy a debatir aquí ninguno de los absurdos efectos modernos de la ideología conservadora porque quienes sí leemos y pensamos para asumir posiciones racionales frente a las problemáticas que plantea la vida en sociedad, ya estamos hartos de lidiar con individuos que defienden la sinrazón a ultranza, que no escuchan ni siquiera los argumentos más sólidos para poner a prueba sus prejuicios, gente que todo quiere “conservarlo”, por absurdo que sea.
¿Alguien consigue tomar en serio un político conservador en Colombia? ¿Para “conservar” qué? En Suecia y Dinamarca sería discutible, pero aquí, en plena jungla tecermundista, necesitamos reformadores, hombres que nos saquen del atraso en lugar de “conservarlo”.
La arremetida conservadora de los últimos días en cabeza de su más joven y vergonzoso líder, el prematuro fósil político que responde al nombre de Andrés Felipe Arias, quien en lugar de cuestionar la gestión del Presidente (¿con qué derecho?) debería consagrarse a la defensa en los líos judiciales que le valió su vocación por la caridad que practica hacia los necesitados terratenientes, amerita un examen de los presupuestos filosóficos conservadores. Arias, como digo, es un hombre caritativo y debería, también por caridad, al igual que los demás conservadores del mundo, retirarse definitivamente de la política para salvaguardar la coherencia ideológica de su partido.
Define Hugh Cecil el conservadurismo como la “tendencia de la mente humana, adversa a los cambios y mudanzas, que obedece en parte al temor de lo desconocido y a la confianza en los caminos de la experiencia más bien que al razonamiento teórico, y en parte también a la facultad humana de adaptación al medio, por virtud de la cual aceptamos o toleramos lo que nos es habitual, mucho más fácilmente que lo que nos es extraño”. Cabe advertir que Cecil fue un parlamentario británico conservador.
Se trata entonces de una visión del mundo marcada por la antítesis y la repulsión por el cambio: negativa, de oposición, destructiva, parasitaria de lo que critica y por consiguiente incapaz de formular algo propio. De ahí su carácter contrarrevolucionario, reaccionario, que viene de “reacción”, reacción primero contra el pensamiento democrático liberal y su expresión histórica por antonomasia, la Revolución Francesa (Burke, Disraeli, Bagehot y demás apóstoles de la inmovilidad lo ilustran muy bien), y luego frente a cualquier modificación del orden social.
Me concentraré aquí en el defecto estructural que vicia toda ideología o “política conservadora”, si se me autoriza el oxímoron. Descubre José Ingenieros en “El hombre mediocre”, una de sus manifestaciones más puras en el espíritu conservador, que encontraría justificación social por el hecho de que·”el eterno contraste de fuerzas que pujan en las sociedades humanas, se traduce por la lucha entre dos grandes actitudes, que agitan la mentalidad colectiva: el espíritu conservador o rutinario y el espíritu original o de rebeldía”.
Se trataría además de un mal necesario para el florecimiento del pensamiento creativo, que está reservado para los hombres que importan en términos históricos, amén de constituir un muro social de contención contra los sujetos más destructivos: “¿La continuidad de la vida social sería posible sin esa compacta masa de hombres puramente imitativos, capaces de conservar los hábitos rutinarios que la sociedad les trasfunde mediante la educación? El mediocre no inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, no engendra; pero, en cambio, custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la asechanza de los inadaptables. Su rencor a los creadores compénsase por su resistencia a los destructores”.
Se preguntarán algunos cómo es que hombres de importancia, como Churchill por ejemplo, fueron conservadores. La respuesta es fácil: porque no lo eran sino de filiación partidista o porque, como escribió Gómez Dávila (otro conservador digno de recordación), “la importancia histórica de un hombre rara vez concuerda con su naturaleza íntima. La historia está llena de bobos victoriosos”. En general, los conservadores más inteligentes suelen ser muy buenos descifrando el mundo, mas no transformándolo. Observan, a veces con agudeza, pero no actúan.
Ingenieros acertó en la descripción del conservadurismo pero no en su justificación social. Nada puede justificar el conformismo y la ausencia de ideas renovadoras. A los “destructores” no se les neutraliza con más destrucción sino con creatividad. El conservadurismo en realidad es un mal a secas, un paralizante atavismo del miedo humano más primitivo a lo desconocido, un obstáculo para el progreso. En términos políticos, nada bueno le ha aportado el conservadurismo a Colombia ni podría aportarle a país alguno, ni a sus ciudadanos, ni a sus instituciones, por la poderosa razón de que se anula a sí mismo.
Desde un punto de vista humanista, el conservadurismo es, nada menos, la negación de la perfectibilidad del hombre y todas sus creaciones, entre ellas las instituciones. Por lo tanto, ante todo proceso de reforma o búsqueda de soluciones para algún problema planteado desde lo político, para ser coherente consigo mismo el conservador debe, indefectiblemente, guardar silencio. Si todo debe conservarse como está porque nada podría estar mejor, cualquier posibilidad de avance queda suprimida.
Sin duda, toda ideología estúpida acaba por suicidarse.
Por eso hago un llamado a la congruencia política e ideológica por parte de los conservadores de Colombia. Les pido de la manera más cordial que en adelante, cuando haya que reflexionar y buscar soluciones a los problemas más acuciantes del país, cierren la boca y ahorren tiempo a quienes tienen iniciativas. A pesar de su silencio, siempre sabremos con exactitud en qué consiste lo que “proponen”: en conservar el deleznable estado de cosas imperante.
Twitter: florezjose